Renato Cisneros: “A veces es muy fácil juzgar el pasado con la moralidad del presente”
MADRID.- Su padre, Luis Federico Cisneros Vizquerra, guardaba en su escritorio una pistola que le había obsequiado Leopoldo Fortunato Galtieri. En la portada de la revista Caretas, en plano americano, posaba con una espada durante la Guerra de Malvinas: “El Gaucho desenvaina”, rezaba el título. Nacido en la Argentina, Cisneros Vizquerra luego se radicaría en Perú, donde fue promotor de la ayuda militar peruana durante el conflicto bélico. Fue compañero y amigo de los principales miembros del Proceso de Reorganización Nacional en la Argentina, ministro de Guerra y del Interior del Perú y, dice su hijo, un gran padre. Renato Cisneros (Lima, 1976) escribió una novela en la que buscaba comprender quién fue aquel hombre y lo hizo sin edulcorantes, sin concesiones, sin esquivar las contradicciones y los dilemas morales que aquella visita al pasado exigía. Por La distancia que nos separa, que le demandó 8 años de buceo por archivos militares, históricos y personales, recibió el premio English PEN Award y fue finalista de la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa.
Cisneros, radicado en España desde 2015, regresa en estos días con una nueva novela, El mundo que vimos arder (Alfaguara). Un joven peruano, hijo de una alemana, se alista con los Aliados “presto a irse a una guerra a la que la fortuna o la fatalidad, aún es temprano para averiguarlo, lo ha lanzado de bruces”. El escritor tomó este hecho verdadero, el de un hombre que debe elegir si participa o no del bombardeo de la ciudad natal de su madre. Cisneros acude otra vez a los dilemas morales, la inmigración, el significado de ser hijo y el vínculo con el pasado y la historia. Periodista, escribió en El Comercio y La República, y es conductor de radio. Su vida y su pasado han estado ligados a las controversias y a la exposición pública. Su abuelo, Luis Fernán Cisneros, fue director del archivo del diario LA NACION, donde también escribía una columna sobre noticias internacionales, y llamó públicamente a los intelectuales latinoamericanos a no creer en el “sátrapa Augusto Leguía”, un presidente peruano que fue colmado de elogios por Leopoldo Lugones.
Cisneros sostiene que “en nuestras sociedades está mal visto que un hijo disienta de sus padres. Se considera mejor al hijo que tributa al padre, que piensa como él”. Por eso, cree que, como refleja en su caso La distancia que nos separa, “cuando hay un hijo que disiente con el padre, habla bien del padre porque crio a su hijo para que tenga su propia mirada del mundo, su libertad de pensamiento”.
–En El mundo que vimos arder asistimos a un dilema moral que enfrenta el protagonista. ¿Qué dilemas debiste sortear para construir esta ficción?
–Cuando escuché la historia por primera vez, en una reunión familiar, hace mucho tiempo, me interesó la encrucijada moral a la que este hombre se había enfrentado. Esa duda moral va acompañada de otras preguntas: a quién le debo ser leal, adónde pertenezco, quién soy. Estas preguntas están conectadas con otras historias mías donde siempre hay alguien que está rastreando raíces, buscando en el pasado. Cuando recuperé la historia en 2020, muchos años más tarde, mi primer gesto fue periodístico. Quería saber quién había sido aquel hombre, pero como estábamos en plena pandemia, solo podía hacer ficción, imaginarme esas vidas. Tenía que documentarme, mentir con conocimiento de causa. Empecé a leer todo lo que encontraba y a ver todos los documentales posibles para encontrar ese tópico en ese magma enorme que es la Segunda Guerra Mundial. No quería escribir una novela sobre la Segunda Guerra, sino una novela que tuviese a estos personajes como centro.
–Vivimos momentos de terror, persecución, antisemitismo, censura. ¿El mundo hizo un retroceso en estas décadas hacia los tiempos de la Segunda Guerra Mundial?
–Mi sensación, cuando escribí la novela, era que la guerra era un asunto anacrónico, que los lectores no se iban a interesar en otra novela bélica. Vaya ingenuidad la mía. Poco después Rusia decide invadir Ucrania y poco después vemos el desastre en la Franja de Gaza. El círculo de la violencia siempre ha estado adscrito al género humano. Junto con esa propensión a la violencia es justo decir que hay una proclividad a luchar por la paz. En cada guerra siempre hay alguien que encuentra el pretexto adecuado para justificar las guerras. Borges dice en “Deutsches Requiem”: “No hay cosa en el mundo que no sea germen de un incendio posible”. Vivo con mucha pena y sorpresa que 80 años después de los eventos de la Segunda Guerra Mundial sigamos hablando de búnkers, exilio, bombardeos, exterminios, vemos cómo mujeres escriben en el dorso del cuerpo de sus hijos sus nombres para que sus cuerpos sean reconocidos.
Mi padre fue el gran promotor de las ayudas peruanas a la Argentina, a pesar de la inicial oposición del presidente Fernando Belaúnde Terry,
–¿Por qué no querías escribir una novela de guerra?
–Tenía un prejuicio con las novelas de guerra, pero luego encontré esta contraparte contemporánea que me ayudaba a hacer la novela más moderna. Además, siendo peruano y habiendo nacido en la segunda mitad de los años setenta, era inevitable no tener una relación con la violencia. Nunca he estado envuelto en una guerra, nunca he estado lo suficientemente cerca para quedar traumatizado, como ha quedado tantísima gente, pero tampoco nunca he estado demasiado alejado de ella. Mi infancia y mi adolescencia han estado atravesadas por el conflicto armado interno en el Perú, con el surgimiento del terrorismo, esa violencia que luego fue normalizándose, los excesos del Ejército, que ya de adulto me tocó entender y discutir. Mi padre fue ministro de Guerra y mi abuelo materno, policía, estuvo en la guerra contra el Ecuador en 1941.
–¿Cuál fue el papel que desempeñó tu papá en la Guerra de Malvinas?
–Fue el gran promotor de las ayudas peruanas a la Argentina, a pesar de la inicial oposición del presidente Fernando Belaúnde Terry, que terminó accediendo, porque su posición era neutral, pensaba que no había que intervenir. Ahora hay una plaza en Buenos Aires con el nombre del presidente, pero esa plaza debería tener el nombre de mi padre. Hubo soldados y aviones peruanos que fueron con las banderas camufladas para que al pasar por Chile no fueran detectadas por los radares ni fueran eventualmente derribados.
–Tu papá murió cuando tenías 18 años. Viajás a su recuerdo, a su faceta privada y a la pública en La distancia que nos separa. ¿Cómo fue aquel proceso? ¿Cómo atravesaste esa escritura? ¿Qué transformaciones viviste?
–Durante años busqué modos de contar. Indagué en expedientes militares y en su pasado sentimental, material que en mis años como periodista empecé a interpretar y dilucidar. A veces pienso que estudié periodismo no para ejercer la carrera, sino para escribir ese libro. Hubo un momento en el que me di cuenta de que había una pugna entre el hijo y el escritor. Por un lado, el que no quería saber más de la cuenta, el que no quería meterse en problemas, el que quería contentarse en aquella versión que daba el padre y las personas que lo habían querido; por el otro, el que quería saber más, producir el acto subversivo de asomarse a los expedientes más oscuros. Fue una pugna muy larga, muy pedagógica, porque siento que conocí a mi padre más de muerto que de vivo. Creo que aprendí a quererlo más por sus defectos que por sus virtudes. Fue un trabajo muy largo, tortuoso. La escritura cierra heridas, pero abre otras. Cuando un padre muere, la única herencia real que les deja a sus hijos son preguntas complejas: quiénes fueron ellos antes de que uno venga al mundo. Todo tiene un precio y cuando uno convierte a su padre en personaje literario se corre el enorme riesgo de ver al final del proceso cómo ese recuerdo, que al principio era vívido, se va disolviendo. Hoy cuando hablo de mi padre ya no sé si hablo del Gaucho Cisneros que conocí, o del que recreé.
Creo que cuando hay un hijo que disiente con el padre, habla bien del padre porque crio a su hijo para que tenga su propia mirada del mundo, su libertad de pensamiento
–Tu papá era amigo de la cúpula de los militares del Proceso…
–Sí, su criadero militar estuvo integrado por nombres que escuché durante toda mi infancia: Videla, Galtieri, Massera, Viola. Esos nombres siempre estuvieron asociados a la vida argentina de mi padre. Mi padre escribió una columna de solidaridad en El Expreso cuando los militares argentinos fueron sentados en el banquillo de los acusados por genocidios. Esa es una de las confrontaciones que yo he tenido con mi padre y que he intentado desarrollar en el libro. Trataba de escribir con esa distancia. A veces es muy fácil juzgar hechos del pasado con la moralidad del presente. En el libro intentaba no juzgar, y, aun cuando no comprendía cómo era posible eso, podía encontrarle cierta congruencia. Cuando a mi padre le tocó ser ministro de Interior y ministro de Guerra también importó técnicas de tortura y convicciones que caracterizaron a esa cúpula.
No sé si hay un papel social que el intelectual moderno tiene que ocupar. Creo que es un ciudadano más y a lo único que debería abocarse es a producir y, a través de sus historias, de sus ficciones, intentar interpretar la realidad y darle algún sentido
–Pudiste poner distancia al personaje histórico y al padre. ¿Qué condiciona nuestras ideologías? ¿Por qué pensás que hay hijos que se alejan tanto del pensamiento de sus progenitores o por qué se sigue por su mismo sendero ideológico?
–En nuestras sociedades está mal visto que un hijo disienta de sus padres. Se considera mejor al hijo que tributa al padre, que piensa como él. Si sigue la carrera del padre, mejor todavía. Por eso son tan venerables las familias de médicos, de abogados. Creo que cuando hay un hijo que disiente con el padre, habla bien del padre porque crio a su hijo para que tenga su propia mirada del mundo, su libertad de pensamiento. Intervienen cuestiones azarosas o que van más allá de la propia voluntad. Empecé desde muy chico a escribir y a sentir curiosidad por cosas que estaban muy lejos de las referencias de mi padre. Ese ingreso en la lectura, a sensibilizarse con personajes como Robinson Crusoe, los de Julio Verne, pienso que fue tal vez aceitando mi educación sentimental de un modo diferente al suyo. También hay un tema de temperamento: mi padre siempre fue de carácter fuerte, yo fui siempre más bien retraído. Hoy en el Perú me dicen “caviar” [de ideas progresistas]; yo digo que soy de centro radical. Me hubiese encantado poder tener una discusión política de adulto con mi padre. Tal vez el libro es esa discusión que me hubiese gustado tener. Aprendí a quererlo no por sus ideas políticas, sino por esas cosas que me enseñó y por otras ideas que él me transmitió, como la coherencia.
–¿Cuál es el espacio que ocupa hoy el intelectual latinoamericano? ¿Quedó desdibujada su voz en comparación con décadas anteriores?
–No sé si hay un papel social que el intelectual moderno tiene que ocupar. Creo que es un ciudadano más y a lo único que debería abocarse es a producir y, a través de sus historias, de sus ficciones, intentar interpretar la realidad y darle algún sentido, tal vez encontrar en esa ficción el sentido que la realidad no tiene, pero desconfío en general del gesto social del intelectual. Siento que hoy no se diferencia en nada de la intervención social del ciudadano de a pie. Creo que si algún gesto le toca es el gesto audaz de callarse la boca. Creo que hay una sobrelectura de la realidad, la necesidad de opinar de todo y eso podría llevar a la sobreactuación. Creo que lo mejor que podríamos hacer muchas veces, para evitar la polarización, las etiquetas, es pensar que no todo lo que queremos decir tenemos que decirlo. Alda Merini tiene un verso que dice: “Me gusta la gente que elige con cuidado las palabras que no dice”. Creo que hoy deberíamos jactarnos de aquellas opiniones que no estamos dando ni compartiendo, sin, por supuesto, dejar de llamar delincuente al delincuente, criminal al criminal. Creo que deberíamos elegir bien las batallas discursivas en las que queremos participar para no sobreexponerse y concentrar mejor energía y tiempo en estas ficciones que es lo que mejor que podemos brindar.
–La inmigración está siempre presente en tus novelas. ¿Te seguís sintiendo un inmigrante?
–Sí. Me dieron la nacionalidad española hace poco. Conozco inmigrantes peruanos que desconectaron del todo con su país de origen. Fernando Iwasaki dice: “Uno es de la tierra de sus padres hasta que sus hijos nacen en otro país”. Para mí España siempre va a ser el país donde nacieron mis hijas. Los problemas españoles y la política no me afectan, no modifican mi estado de ánimo. Los problemas peruanos, en cambio, me arrebatan, me atraviesan.
–Perú, como tantos países de América Latina y del mundo, está polarizada. Hay en el continente una inestabilidad política, violencia, marginalidad. ¿Por qué las democracias son cada vez más débiles? ¿Por qué no logra América Latina salir de ese círculo vicioso?
–Creo que son democracias ineficaces que no han logrado solucionar los problemas más apremiantes de la gente que la pasa peor. Una de las ventajas de vivir en España es que te das cuenta de que no es solo un problema latinoamericano, es un problema del mundo. Las democracias no están logrando ser todo lo efectivas que prometían y el desencanto es un caldo de cultivo para que los extremismos adquieran más fuerza. Es un fenómeno innegable que estamos viviendo un cambio de época, de era. Cuando escribí El mundo que vimos arder, pensé el título en relación únicamente con mi personaje. Luego, con el paso del tiempo, advertí que era un título que podía también definir la coyuntura del mundo actual: estamos viendo el mundo arder.
–¿En qué sentido? ¿Por qué hoy el mundo arde?
–Porque paradigmas que antes no resistían discusión, como la Constitución, la democracia, la libertad de expresión hoy se vuelven materias revisables, interpretables, ajustables a la medida de quien lo necesite para invocar un argumento a su favor. El desprecio por las instituciones no solo es continental, sino mundial, aunque en nuestro países el principio de autoridad se perdió hace mucho. Todos aquellos que estaban llamados a ejercer un cierto modelo de autoridad, los políticos, la Iglesia, la policía, la escuela, los intelectuales, todos ellos se volvieron farsantes. Hoy la gente cree más en individuos con nombres propios que en instituciones tutelares. Tengo la sensación de que el mundo está cambiando, no sé si para mejor o peor y no estamos seguros de lo que está por venir.
UN NARRADOR, TRAS LOS RASTROS DEL PADRE
PERFIL: Renato Cisneros
■ Renato Cisneros nació en Lima, Perú, en 1976. Se licenció en Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Lima y tiene un máster en periodismo por la Universidad de Miami.
■ Hijo de Luis Cisneros Vizquerra, un general del Ejército peruano al que apodaban “el Gaucho”, que fue ministro del Interior de su país entre 1976 y 1978, y ministro de Guerra de 1981 a 1983, en coincidencia con la Guerra de Malvinas.
■ En La distancia que nos separa, libro que recibió el English Pen Award, indaga en las diferencias con ese padre que fue cercano al Proceso argentino.
■ Fue columnista del diario El Comercio y La República, en su país, y conductor radial.
■ Su más reciente novela es El mundo que vimos arder. Además de sus obras en ese género, también ha publicado poesía y relatos.
El escritor peruano, autor de una novela donde indaga sobre la vida de su padre, un militar cercano a la cúpula del Proceso argentino, cuenta cómo fue confrontar esa historia desde las antípodas ideológicasLA NACION