noviembre 3, 2024

“Nunca me faltó el trabajo”: el derrotero de un alambrador de campo que en el verano es vendedor ambulante en la playa

Como es costumbre en su vida, Enrique Fredes se levantó al alba, se preparó unos mates y se sentó un rato en la galería de su casa donde, ante el calor agobiante del verano, corría una pequeña brisa. Son pocos los minutos que tiene para planificar la jornada laboral. De a ratos mira su reloj, todavía le queda algo de tiempo para disfrutar de unos verdes.

Ayer no fue un gran día de ventas, el recambio de temporada afectó mucho su actividad, pero tiene la esperanza de que hoy algo puede repuntar, por eso repone en las grandes y resistentes bolsas más mercadería y las lleva a su camioneta. A las 9 en punto toca a la puerta su sobrino, es hora de partir. Son 40 kilómetros desde General Madariaga hasta Costa Esmeralda, en el Partido de La Costa. Allí, en esas playas, hace tres años, desde mediados de diciembre hasta fines de febrero, Fredes, de 59 años, deja su oficio de alambrador de campo para convertirse por un tiempo en vendedor ambulante.

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Criado en el campo, donde su padre era peón de una estancia conocida de la zona, aprendió las distintas faenas que le enseñaban pacientemente, entre ellas, arreglar los alambrados que estaban caídos o estirar los flojones.

Fue creciendo y cuando terminó la primaria, por cosas de esa época, no pudo seguir con sus estudios. Pero nada le impidió en seguir adelante con changas que fue encontrando a su paso. Fue mensual, también por día, en temporada fue nutriero [cazador de nutrias] cuando la piel del animal valía y, en busca de grandes premios y convertirse en un Aristegui madariaguense (Carlos, célebre jinete), por unos años montó en jineteadas de la zona.

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Pero cuando ya rozaba la adultez llegó el momento que había que ponerse a trabajar en serio, estabilizarse y dejar las changas que venían de a ratos. Y, como de lo que más entendía era de trabajos de campo, encontró su espacio en un aserradero, donde fabricaban mangas y otros implementos para el agro. Luego, un ofrecimiento tentador como encargado de una estancia importante lo regresaría por un tiempo a la ruralidad. Tras unos años, volvió al pueblo con una propuesta más que interesante en un corralón de productos para el campo. Allí, durante 11 años, el oficio de hacer mangas, varillas, cargadores, corrales, entre otras cosas, se afirmó. Pero un día decidió independizarse cuando un productor y primer cliente le preguntó si se animaba a hacer unas líneas de alambrado en su campo.

Junto a su primo, que también trabajaba en el corralón, comenzaron a hacer de a poco la clientela, por recomendaciones, el llamado boca a boca. Así pasaron más de cinco lustros desde que comenzó con este quehacer del que nunca más se quiso ir.

“Jamás hice el cálculo de cuántos kilómetros de alambrado llevamos realizados, pero hemos hecho trabajos grandes de más de 5000 metros de línea. Cuando eran campos alejados de Madariaga, nos quedábamos a dormir en unos catres en la caja de la camioneta”, cuenta a LA NACION.

En la actualidad, trabaja con su sobrino, pero cuando lo que hay que alambrar y es grande el pedido, consigue alguno que tenga voluntad de hacer una changa. Con los años, reparó que durante el verano los pedidos de presupuesto escaseaban y casi no había trabajo en los campos. Por ahí conseguía uno chiquito, pero la plata que ganaba no rendía la plata como para parar la olla esos meses. En los últimos tiempos, esa situación se agravó y fue su sobrino quien encontró la posibilidad de ser vendedor ambulante y lo invitó a sumarse.

Ya pasó un mes de veraneo. Aunque los precios de las pulseritas de caracoles y las tobilleras multicolores tienen un valor accesible, los números de la temporada no son los mejores. Igualmente, con su carrito cargado de mercadería, Fredes recorre los paradores con su sonrisa intacta. Hace una semana se activó su celular y hoy ya tiene tres pedidos para alambrar en marzo.

“Gracias a Dios, nunca me faltó el trabajo. Si bien hace mucho tiempo que estoy en este oficio, día a día trato de mejorar. Me gusta lo que hago y quiero que los clientes queden conformes. Uno nunca termina de aprender. Aunque es muy sacrificado, voy a seguir haciéndolo hasta que me dé el físico. Hoy me siento bien y necesito el trabajo”, finaliza.

Con 59 años, Enrique Fredes no se cansa de agradecer las oportunidades que tuvo en la vida; en la temporada de verano recorre los paradores de Costa Esmeralda ofreciendo en su carrito bikinis, pulseras, collares y tobillerasLA NACION

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