noviembre 7, 2024

Memorias de mediomundo

Igual que cuando la bocha blanca le pega a la de color y esta, en vez de entrar, rebota contra la otra: así, de carambola, se unieron los dos datos en mi cabeza. Una completa casualidad en la que no había reparado hasta uno de estos días de verano, cuando ordenaba papeles con viejos apuntes. El caso es que el muelle de Mar de Ajó atraviesa de manera muy emotiva la vida de los dos bailarines más importantes de la Argentina. No es que me interese la pesca, nada más lejos, pero debo admitir que a ese largo esqueleto de hormigón, que desde el aire parece un escobillón barriendo la espuma del mar en la rompiente, lo conozco bastante bien después de tantos años de caminatas.

Le mando una foto a Julio Bocca desde la orilla: estoy nuevamente ahí, así que puedo hacerlo en vivo. Del otro lado del WhatsApp cae un audio, y otro, cuatro más. “¡Wow!, suelta un suspiro. Agradece la escena, le transmite paz, felicidad, y trae como un anzuelo lindos recuerdos de cuando iba a pescar con el entrañable Nando. “Mi abuelo trabajaba de supervisor; en el final del muelle, donde se ubicaban las cañas, verificaba que anduviera todo en orden. A veces con mi mamá íbamos al pasillo largo, con el mediomundo, y esperábamos a que él terminara para volver juntos por la calle Moreno, seis cuadras al fondo. Es la casa anterior a llegar a la esquina, la que tiene la fachada con unos azulejos partidos: con las baldosas que se rompían, mi abuelo decoró una columna y el borde del techo. Me acuerdo cuando la construyó, yo a veces lo ayudaba a cargar baldes de arena”.

Nando, un corpulento obrero piamontés, fue prácticamente como un padre para Julio, que de ese territorio de la infancia trae otra historia. “Una vez hubo un concurso: éramos 120 niños. Sacábamos burriquetas, en gran cantidad, por eso obtuve el quinto lugar. Y con otro chico compartimos el premio a la pieza mayor, una corvina rubia que pescamos entre los dos porque el pez se enredó entre ambas tanzas. Fue muy cómico”, se ríe. Le fascinaba ir al atardecer, aunque el sol se pusiera a sus espaldas: “Me sentaba frente al mar y me quedaba hooooras mirándolo –alarga la “o” para marcar el paso del tiempo-. Me tranquilizaba mucho. Pero un día casi me ahogo porque, como todos, también nosotros juntábamos almejas, y quedaban todos esos pozos en la arena, que la marea tapaba cuando crecía. Una vez me agarró uno; la corriente tiraba para adentro, yo levantaba los brazos, pidiendo ayuda, y la gente pensaba que estaba jugando. Hasta que una señora extendió la mano. Era ahí nomás, en la orillita, pero alcanzaba, si yo era un niño entonces”.

Al revés, desde Buffalo, en Nueva York, me llegan unas magníficas fotos tomadas de un film, en las que se ve a José Neglia con su canasto de mimbre y la caña al hombro, entrando en la playa de Mar de Ajó. Una toma de frente, la otra de atrás. Parece un modelo de revista, con ese porte. Sergio, hijo del genial bailarín –el mejor que tuvo el país en los ‘60, hasta que la tragedia aérea sobre el Río de la Plata truncó a esa generación de artistas del Teatro Colón– se entusiasma también con los recuerdos del papá, un Tarzán –su Tarzán- como el que veían juntos en la tele blanco y negro las trasnoches de los sábados. Un hombre tan especial y tan distinto en la intimidad familiar del que el público veía en el escenario. Amante de las aventuras, la naturaleza, le traía de sus viajes suvenires insólitos: cerbatanas, restos de arcos y flechas…

Sergio, que también es bailarín y un gran maestro, recuerda la casa que alquilaban en San Bernardo todos los años; pasaban un mes y medio o dos en la Costa. Allá aprendió a nadar, a tirarse con la liana entre los pinos (todavía tiene la cicatriz de una caída). Y el ritual volvía cada mañana. “La casa se llamaba Expreso 68. Yo tendría unos 6 o 7 años la última vez que fuimos. Como era muy grande y papá era amigo íntimo de Schiaffino, íbamos juntos a veranear. Con Carlos, se levantaban para ir al muelle a las 4.30, me despertaban, y de la manito caminábamos hasta Mar de Ajó. Era peligroso, porque en esa época no tenía baranda y había mucho viento. Pero él me ponía en el medio y me resguardaba con su cuerpo. Ay, esas memorias… ¿Sabés que tengo guardado en la baulera un mediomundo que papá tejió con alambre de cobre al crochet?”.

Igual que cuando la bocha blanca le pega a la de color y esta, en vez de entrar, rebota contra la otra: así, de carambola, se unieron los dos datos en mi cabeza. Una completa casualidad en la que no había reparado hasta uno de estos días de verano, cuando ordenaba papeles con viejos apuntes. El caso es que el muelle de Mar de Ajó atraviesa de manera muy emotiva la vida de los dos bailarines más importantes de la Argentina. No es que me interese la pesca, nada más lejos, pero debo admitir que a ese largo esqueleto de hormigón, que desde el aire parece un escobillón barriendo la espuma del mar en la rompiente, lo conozco bastante bien después de tantos años de caminatas.Le mando una foto a Julio Bocca desde la orilla: estoy nuevamente ahí, así que puedo hacerlo en vivo. Del otro lado del WhatsApp cae un audio, y otro, cuatro más. “¡Wow!, suelta un suspiro. Agradece la escena, le transmite paz, felicidad, y trae como un anzuelo lindos recuerdos de cuando iba a pescar con el entrañable Nando. “Mi abuelo trabajaba de supervisor; en el final del muelle, donde se ubicaban las cañas, verificaba que anduviera todo en orden. A veces con mi mamá íbamos al pasillo largo, con el mediomundo, y esperábamos a que él terminara para volver juntos por la calle Moreno, seis cuadras al fondo. Es la casa anterior a llegar a la esquina, la que tiene la fachada con unos azulejos partidos: con las baldosas que se rompían, mi abuelo decoró una columna y el borde del techo. Me acuerdo cuando la construyó, yo a veces lo ayudaba a cargar baldes de arena”.Nando, un corpulento obrero piamontés, fue prácticamente como un padre para Julio, que de ese territorio de la infancia trae otra historia. “Una vez hubo un concurso: éramos 120 niños. Sacábamos burriquetas, en gran cantidad, por eso obtuve el quinto lugar. Y con otro chico compartimos el premio a la pieza mayor, una corvina rubia que pescamos entre los dos porque el pez se enredó entre ambas tanzas. Fue muy cómico”, se ríe. Le fascinaba ir al atardecer, aunque el sol se pusiera a sus espaldas: “Me sentaba frente al mar y me quedaba hooooras mirándolo –alarga la “o” para marcar el paso del tiempo-. Me tranquilizaba mucho. Pero un día casi me ahogo porque, como todos, también nosotros juntábamos almejas, y quedaban todos esos pozos en la arena, que la marea tapaba cuando crecía. Una vez me agarró uno; la corriente tiraba para adentro, yo levantaba los brazos, pidiendo ayuda, y la gente pensaba que estaba jugando. Hasta que una señora extendió la mano. Era ahí nomás, en la orillita, pero alcanzaba, si yo era un niño entonces”.Al revés, desde Buffalo, en Nueva York, me llegan unas magníficas fotos tomadas de un film, en las que se ve a José Neglia con su canasto de mimbre y la caña al hombro, entrando en la playa de Mar de Ajó. Una toma de frente, la otra de atrás. Parece un modelo de revista, con ese porte. Sergio, hijo del genial bailarín –el mejor que tuvo el país en los ‘60, hasta que la tragedia aérea sobre el Río de la Plata truncó a esa generación de artistas del Teatro Colón- se entusiasma también con los recuerdos del papá, un Tarzán –su Tarzán- como el que veían juntos en la tele blanco y negro las trasnoches de los sábados. Un hombre tan especial y tan distinto en la intimidad familiar del que el público veía en el escenario. Amante de las aventuras, la naturaleza, le traía de sus viajes suvenires insólitos: cerbatanas, restos de arcos y flechas…Sergio, que también es bailarín y un gran maestro, recuerda la casa que alquilaban en San Bernardo todos los años; pasaban un mes y medio o dos en la Costa. Allá aprendió a nadar, a tirarse con la liana entre los pinos (todavía tiene la cicatriz de una caída). Y el ritual volvía cada mañana. “La casa se llamaba Expreso 68. Yo tendría unos 6 o 7 años la última vez que fuimos. Como era muy grande y papá era amigo íntimo de Schiaffino, íbamos juntos a veranear. Con Carlos, se levantaban para ir al muelle a las 4.30, me despertaban, y de la manito caminábamos hasta Mar de Ajó. Era peligroso, porque en esa época no tenía baranda y había mucho viento. Pero él me ponía en el medio y me resguardaba con su cuerpo. Ay, esas memorias… ¿Sabés que tengo guardado en la baulera un mediomundo que papá tejió con alambre de cobre al crochet?”.LA NACION

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