La princesa Laetitia d’Arenberg nos recibe en su “rancho” de José Ignacio, repasa su intensa vida y habla de los dramas que la golpearon
Su nombre quiere decir ‘alegría’, ‘felicidad’. La misma que transmite apenas uno la conoce. Lætitia Marie Madelaine Susanne Valentine de Belsunce d’Arenberg (82) es princesa de cuna, empresaria por elección, pero ante todo es una mujer que se animó a romper con los prejuicios de su época y la dueña de un espíritu libre y de una fuerza arrolladora. Nació en Brummana (en un Líbano que en ese momento era un protectorado francés). Es hija del marqués Belzunce y de Marie-Thérèse de la Poëze d’Harambure, pero tras la muerte de su padre (siendo muy chica), su madre se casó con Erik Karl Auguste Hedwige Englebert Antoine Balthasar XI duque de Arenberg, de quien adoptó el apellido. Sus padres decidieron dejar Europa, preocupados por la situación internacional a causa de la guerra de Corea y así llegaron a Uruguay en 1951. El país que la conquistó, que amó desde el primer minuto y en el que decidió vivir el resto de su vida, aunque pase períodos del año en Europa. Propietaria de la estancia Las Rosas en el centro de Uruguay, de donde surgió el mejor caballo del mundo de 2014, el árabe “Excalibur”, y de la finca turística Lapataia, en Punta del Este, la empresaria siempre trabajó por los que más necesitan. Por eso decidió en 2021 darle formalidad a su vocación con una fundación que lleva su nombre –y que el día que ella no esté llevarán adelante sus hijos–, que tiene por objetivos el bienestar animal, la protección del ambiente y la educación y la cultura de chicos con menos recursos. “Por más que la educación sea gratuita, todo está centralizado en Montevideo y los chicos del campo a veces no pueden llegar a costearse sus estudios, los libros son caros… Lo que hago es pagar sus estudios para que puedan estudiar tranquilos”, explica Laetitia. Su amor y preocupación por los animales viene con ella desde la infancia. “De chica en casa tenía gallinas, cabras, gatos, perros… Cuando mis padres me castigaban me prohibían dormir con los animales y era lo peor para mí. Yo corría el respaldo de la cama para que durmieran ahí… Eso sí, tenía que tener el lugar impecable porque mis padres decían que los animales tienen que estar en un lugar limpio”. Hoy, Laetitia tiene en su casa nueve perros. “Cada vez que se muere uno digo ‘¡Basta, este es el último!’ y aparece otro. La última vez me quedé con la madre (una chihuahua de pelo largo) y todas las crías, ni loca las regalaba… No puedo”.
–¿Cómo nació tu vocación de servicio?
–Cuando llegamos a Uruguay yo tendría 12 años y todos los veranos que estábamos acá, mis padres nos obligaban a trabajar dos horas por día, cocinando, pelando papas, leyendo libros a personas ciegas o cualquier tarea solidaria en el hospital… Teníamos que darles dos horas de nuestro día a los demás. Yo creo que todos los seres humanos deberían trabajar seis meses en en un hospital para ver lo que se vive. Viajar te abre la cabeza, conocés otras culturas, pero estar en un hospital con gente enferma te hace crecer. Es lo único que te sostiene con los pies en la tierra. Lo que te sirve para afrontar la vida no son las cosas buenas, lamentablemente. Las cosas buenas hay que agradecerlas. Y ojo que nosotros íbamos a todos lados a pie, a caballo o en bicicleta, nada de chofer. Cuando yo les preguntaba a mis padres: “¿Por qué nosotros no vamos en auto como los demás?”, ellos me decían: “Porque los otros saben que tendrán plata siempre y nosotros no sabemos”.
–Se ve que tuviste una educación muy estricta.
–¡Uf! Papá era un poco menos estricto, pero mamá era tremenda. Eso sí, si ella decía “no”, papá no cedía. En casa no teníamos televisión, por ejemplo, y si cuestionábamos por qué nosotros no podíamos y otros sí, la respuesta era cortita: “¡Los otros son los otros!”. Y si cuestionabas mucho, ¡zas!, venía la cachetada. Por eso ahora miro todo: películas, series, televisión… [Se ríe].
–Pero vos tenías carácter fuerte…
–A las 8 de la noche yo tenía que estar en la cama. Me escapé dos veces para salir… ¡Me salió carísimo! Estuve todo el día escribiendo “No se debe salir de casa sin permiso”. En ese entonces, yo tendría unos 15 años y mi hermano tenía un grupo de amigos del Saint George College en Buenos Aires, que venían a pasar los veranos. Me escapé a bailar a I’Marangatú, en la Parada 7 de La Brava. Mi mamá había salido, pero volvió temprano, pasó por el cuarto y no me vio… Casi me matan.
LA PRINCESA QUE SÍ QUISO VIVIR
En 1965 se casó con el archiduque Leopold Franz Erzherzog, príncipe de Toscana. “Era un ángel, buenísimo… No estaba hecho para este mundo, tenía poco carácter. Murió hace dos años”, nos cuenta. La pareja tuvo dos hijos: Sigismund, gran duque de Toscana, y Guntram, príncipe de Toscana. Dieciséis años después se divorciaron. Eran principios de los años 70 y Laetitia se codeaba con el jet set europeo. “A esa gente sólo le interesa gastar plata”, dice. Fue en ese momento que comenzó su vínculo con el alcohol. “Mi hermano Rodrigo (que murió en 2007) también llevaba una vida de locos, vivía de arriba para abajo. Yo lo acompañé siete años en esa locura hasta que me cansé. Después me encerré en el campo y dejé de tomar. Ya había visto demasiado”. Tiempo después conoció a John Anson, un empresario británico que la acompaña hace treinta años. “Con él compartimos todo, desde películas, libros y viajes hasta el respeto por la naturaleza, por el otro. Jamás me cortó las alas, es mi gran compañero”.
Las tragedias también atravesaron la vida de Laetitia. Tuvo cáncer de piel, un año después de la muerte de su hermano Rodrigo, su hijo Guntram sufrió un grave accidente con su moto en Punta del Este y debieron amputarle una pierna, pero ella siempre siguió adelante con su fuerza arrolladora.
–¿De dónde sacás tu fuerza interior?
–Todos me preguntan eso y yo no tengo eso de “fuerza interior”. Soy un cohete en el aire, una mujer llena de inquietudes, veo un mosquito volar y ya quiero ver para dónde va. Me ponés un árbol enfrente y me asomo para ver qué hay del otro lado. Soy re curiosa.
CUANDO “NADA” ES TODO
Su “rancho” (como ella lo llama) en José Ignacio refleja su espíritu y donde pasó sus mejores momentos. “Acá antes no había nada, por eso se llama así, ‘Nada’. De chica salíamos a caballo desde aquí con mi niñera, cruzábamos La Barra, la laguna y la pasábamos divino. Como yo tuve cáncer de piel y acá por el clima marítimo no hay un solo árbol, pensé cómo podía disfrutar de este paraíso. Entonces le hice una especie de sombrero gigante de paja a la casa [se refiere al techo] para que me cubriera del sol. Cada mueble u objeto que ves, todo fue elegido por mí. Acá no hay nada de mi familia. Cada adorno lo traje de algún viaje o significa algo especial para mí. Todo me recuerda a algún lugar”, afirma Laetitia.
–Conocés casi todo el mundo… ¿Qué país te impactó más?
–He salido tanto, he oído y visto tanto y sin embargo, quiero ver otras tantas cosas más. La India y Tailandia me cambiaron. Paré en un hotel en Nueva Delhi y todas las noches, cuando abría la ventana, veía a una mujer que les daba de comer a las palomas y ella siempre estaba feliz. Están chochos con lo que tienen, con lo que les toca, ese es el secreto: ¡estar contento con lo que te toca vivir! Yo tenía una niñera que me acompañó toda la vida, Mapi, que era budista. Creo que de ella heredé esa pasión por esa cultura. No sé cómo esa mujer suiza, que era monja y practicaba el budismo, fue elegida por mis padres. Estuvimos juntas hasta que enfermó de cáncer y me dijo que quería volver a Suiza. Yo la acompañé. La amaba. Murió a los 95 años.
–¿Tenés algún viaje pendiente?
–Sí, quiero irme al desierto. Cuando tenía unos 18 años mi mamá me permitió ir a Marruecos a trabajar a lo de mi tía. Fue una de las cosas más lindas que me pasaron en la vida. Me gustaría repetir ese viaje, pero no para pasar una noche, sino quince días en el desierto. Hace unos años fui con unos amigos, tanto insistí que fuimos una noche y justo se levantó una tormenta de arena que salieron todos rajando. [Se ríe]. Cuando una quiere hacer algo, mejor viajar sola. [Se ríe].
–¿Tus hijos te dicen “mamá, pará un poco”?
–¡No! Yo no me meto en sus vidas, que ellos no se metan en la mía. Aceptémonos como somos, la vida es así. Me pasaron millones de cosas y gracias a Dios siempre tuve la fuerza para levantarme. La vida es para adelante. Para el costado, sólo si es para mirar algo y aprender, y para atrás, sólo para no cometer los mismos errores.
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Nacida en el Líbano, educada en Europa y radicada en Uruguay, evoca el rigor con el que fue criada, se enorgullece de su vocación de servicio y dice: “soy un cohete en el aire, una mujer llena de inquietudes, soy re curiosa”LA NACION