El gobierno más débil encara la reforma más ambiciosa
Después de comer unos tallarines memorables, salimos con Loris Zanatta a caminar en la madrugada por las calles desiertas de Barracas. Bajo un leve influjo báquico, nos reíamos pensando que, si sustituíamos Buenos Aires por Rímini, éramos esos diletantes que aparecen en I Vitelloni, la película del gran Federico Fellini. En otra ocasión me recibió en su ciudad, la histórica Bolonia; sentados en un atareado barcito de la calle, Loris comparó el crimen de Nisman, que había ocurrido hacía poco, con el de Aldo Moro; como casi siempre, su punto de vista fue certero: nunca se esclarecería. Mantenemos, por lo visto, ese tipo de amistad intermitente que largos hiatos de silencio no logran menguar.
A Julio Montero me une, en cambio, una amistad más reciente y más robusta. Me deslumbra su fulminante inteligencia. Sus opiniones se deslizan por los bordes, porque está dotado de una lucidez tan revulsiva que sus enojos intelectuales suelen adoptar la forma de corteses encarnizamientos.
Siempre me fascinaron los grandes debates públicos. Montero, en respuesta a una columna que Zanatta había publicado en La Nación, admitió que Milei no tiene paciencia para la gestación de consensos, pero se preguntó si esos acuerdos no serían una utopía en escenarios no ideales, cuando la oposición actúa de mala fe. Por eso mencionó la inquietante posibilidad de que la superstición por el recorrido nos prive de llegar a destino, como ocurrió ya con la experiencia de Mauricio Macri.
La contrarréplica de Zanatta fue que relajar las formas para poder suministrar las recetas liberales sería una vía válida a condición de limitarla al ámbito anglosajón, donde el liberalismo no es implantado sino que está arraigado en su cultura, pero que, en cambio, sería un grave error en países latinos y católicos, desprovistos de una tradición liberal. Siguiendo esa recomendación, nuestro único camino sería un amplio –y por eso mismo improbable– acuerdo entre fuerzas heterogéneas. Casi diríamos que nos condena a mantener el statu quo.
En definitiva, el filósofo Montero sostiene que para llegar a destino en una situación catastrófica como la que dejó el kirchnerismo podría pensarse en tomar un atajo, un camino ripioso y audaz, mientras que el historiador Zanatta arguye que por el atajo se llegaría, en el mejor de los casos, a un éxito con pies de barro, fatalmente reversible.
En el prólogo a la reedición de 1969 del Fausto de Estanislao del Campo, antes de contestar a los detractores de la obra (Rafael Hernández y Leopoldo Lugones), Borges se justificó: “Me sé indigno de terciar en esas controversias”. Me permito apropiarme de esa frase inmejorable para entrometerme en este amistoso debate.
Si lo normativo fuera la única dimensión de una sociedad sería facilísimo: podríamos detectar qué país funciona mejor y copiar frase por frase, letra por letra sus leyes. Pero no es así. El mundo jurídico tiene al menos dos dimensiones, que además son porosas y se retroalimentan. Una es, en efecto, la normativa, pero la otra es la sociológica. La gente suele tomar distancia de la ley. La gente suele evadir impuestos. La gente suele buscarle la vuelta al sistema para imponer su voluntad: se viola la regla que impide la reelección poniendo a la mujer o a un delfín, si los monopolios están prohibidos florecen testaferros que fingen competir, y así sucesivamente. Pero en la Argentina es mucho peor, porque la ley también se emplea para obtener y consolidar privilegios, de manera tal que ese “país real” que late por debajo del “país legal” funciona por una doble vía: la radical ilicitud y la viscosa licitud. De manera tal que cuando decimos “hay que respetar la ley” no siempre es nítido si por buenas o malas razones.
Hace unos días, un grupo de actores difundió varios spots para defender una asociación llamada Sagai. Se sostiene con un tributo que se aplica a quienes pasan públicamente programas o películas donde aparecen los actores, de manera tal que comercios de electrodomésticos que tienen un televisor en la vidriera u hospitales que transmiten programas para que los pacientes se entretengan están obligados a pagarle un porcentaje de sus ingresos a este insólito sindicato de actores. Cristina Kirchner inventó este artefacto para fidelizar el apoyo de la “colonia artística”, cuya cantinela pública imanta votos. Es una gigantesca patraña. Muy sueltos de cuerpo, afirman los capitostes de este engendro que el Estado no tiene que aportar nada, como si el cobro que hacen fuera neutro y no influyera, por ejemplo, en el costo de la prepaga.
Nuestra sociedad está llena de grupos que la parasitan. Hay provincias del norte cuyas producciones se reparten en cientos de pequeños agricultores que venden su materia prima a empresas que luego industrializan el producto. Como cada agricultor es un voto, los gobernadores peronistas suelen implantar algún sistema para elevar artificialmente el precio de mercado y mantener contenta a su clientela electoral. Se ha llegado al absurdo de prohibir sembrar a las empresas que tienen plantaciones propias, para que haya menos oferta y suba el precio. Más: se han puesto barreras paraarancelarias para evitar que las empresas puedan importar esa materia prima más barata de Brasil. Otra vez es el intercambio de privilegios por votos.
Con estos ejemplos, que se multiplican ad nauseam después de los 16 años de kirchnerismo, quiero mostrar que la Argentina es un país con una telaraña de prebendas armadas de tal modo que es casi imposible cortarlas. Negociar con todos estos privilegiados sería una ingenuidad, como la de aquellos indígenas que, a cambio de espejitos, les daban oro a los conquistadores: ese oro volvía a Europa, se fundía y servía como caución para nuevos viajes de conquista. Cuando uno ve la proliferación de mercados cautivos, protecciones especiales y regímenes diferenciales no puede sino concluir que tratar con excesiva indulgencia a quienes estarán siempre en contra del cambio constituye una pérdida de tiempo.
Pero entonces, ¿cómo se desatan esos nudos, cuando encima se trata de un gobierno sin mayorías parlamentarias ni gobernadores ni sindicatos? ¿No es un oxímoron una revolución sin discontinuidades? ¿Cómo se encara el cambio mientras los agentes del viejo régimen continúan operando y poniendo trabas?
El país está entre dos fuegos. Las palabras “revolución” y “legalidad” entran en fricción cuando un gobierno débil emprende un plan de vastos alcances. Una epopeya semejante requiere dos instancias: construir poder y producir un gran cimbronazo cultural. En cuanto a la primera consigna, construir poder, el Presidente se balancea entre acertadas alianzas y arranques autoritarios de impaciencia. En cuanto a la consigna de una política cultural potente, el Gobierno no parece tener claro el significado. Algunos acólitos hablan de “batalla” cultural, el propio Milei se remite con acierto a la historia en sus discursos, pero luego, al efectuar designaciones, se advierte una confusión entre cultura y espectáculo, dos mundos completamente antagónicos. Desprecian a los intelectuales y, de modo inversamente proporcional, confían en productores del show business o gestores, dispuestos a la figuración pero incapaces de producir una torsión potente en la narrativa. Basta ver las declaraciones de la nueva dirección del CCK, en el sentido de que el nombre “Kirchner” le otorga una identidad al organismo, como si la persistencia en el error fuera buena. Con semejante vacío en la dimensión simbólica, ni la construcción de poder –si se logra– ni la dirección correcta hacia el liberalismo –de la cual no se duda– serían suficientes.
Nuestra sociedad está llena de grupos que la parasitan; la Argentina es un país con una telaraña de prebendas armadas de tal modo que es casi imposible cortarlasLA NACION