El Estado al servicio del ciudadano
En regímenes de gobierno republicanos será precisamente la “cosa pública” (res publica) la que se confía al funcionario para que pase a velar por ella y a administrarla como fiel custodio.
Un planteo que en teoría parece tan simple y elemental colapsa cuando cuesta encontrar atisbos de ejemplaridad en la realidad. Tiempo atrás, el presidente uruguayo, Luis Lacalle Pou, había cuestionado duramente a los legisladores del vecino Congreso: “El Estado no es de los políticos, es de la gente. Nosotros somos sus servidores, sus empleados”, aseveró con vehemente convicción. Su inflamado discurso volvió sobre lo que, aun pareciendo una verdad de Perogrullo, tantos dirigentes políticos demuestran a diario haber convenientemente olvidado.
Hartos de abusos, los ciudadanos no debemos renunciar a exigir a viva voz transparencia y responsabilidad por parte de funcionarios, evitando un peligroso laissez faire, laissez passer que siga alimentando la malversación de los bienes públicos, precisamente esos que, por ser de todos, lucen como de nadie. No debe fallarnos la memoria ante quienes una y otra vez disponen de lo público con más codicia que vergüenza, ya que los castigos ejemplificadores para los enriquecidos que abrevan desfachatadamente en lo público tardan en llegar. Afortunadamente, hay también quienes desempeñan sus tareas con probidad y hacen honor a sus cargos.
El imparable crecimiento del número de servidores del Estado ha ido también en desmedro del bolsillo ciudadano. Por fuera de la seguridad, la salud y la educación, ámbitos naturales de sana actuación estatal, cuando el Estado avanza en terrenos que no deberían ser de su incumbencia solo distrae recursos de su función primordial y, en la mayoría de los casos, pone en evidencia su ineficiencia, tal como revelan muchos tristes ejemplos que la actual conducción propone revertir.
Así las cosas, los resultados de las últimas elecciones hablan de que un 56% de los argentinos quiere un cambio. El Estado, botín de guerra de las sucesivas administraciones, debe retomar el esquema del meritorio ascenso en el escalafón de sus cuadros, desprovistos de partidismos y amiguismos que, lejos de promover la profesionalización del empleo público como convenientemente ocurre en otras latitudes, termina entronizando en cargos encumbrados a quienes carecen del más mínimo conocimiento para desempeñar una función técnico-profesional como la del saliente canciller, que tanto perjudicó la imagen de nuestro país.
Cuando tanto se machaca sobre la urgencia y necesidad de profundizar el ajuste del gasto público, no podemos olvidar que este es primo cercano del gasto de la política. Cuando el número de agentes nacionales, provinciales y municipales, muchas veces allí puestos por funcionarios que adeudan favores o que suscriben cualquier forma de nepotismo, se incrementa en vertiginosa proyección, como ha venido ocurriendo entre nosotros a lo largo de las últimas décadas, la carga para el ciudadano que no se amamanta del Estado pasa a ser cada vez mayor. La riqueza que el Estado demanda para su supervivencia y que no es capaz de generar por su elefantiásica improductividad e ineficiencia, se traduce en insaciables políticas fiscales e índices de pobreza lacerantes cuando nada queda para repartir. Simple matemática.
A la luz del flamante “no hay plata”, asistimos expectantes a los cambios anunciados. Muy cansados estamos ya de servidores públicos que pretenden justificar con muchas palabras y poca transparencia que nada es lo que parece, desplegando hábilmente explicaciones para todo, incluso apalancándose sin escrúpulos en la emisión para sumar votos. Compras sin licitación o con sobreprecios, pasando por la ausencia de rendiciones de cuentas, excusados en pandemias o en todo tipo de insostenibles argumentaciones, apropiándose de la utilización de aviones del Estado para fines privados, incluyendo permisivos canjes de viáticos por dinero en efectivo para los legisladores, o flotas de autos de alta gama con chofer para funcionarios que bien harían en constatar el servicio deficiente que presta el transporte público, sueldos y dietas de privilegio que se perpetúan en jugosas jubilaciones, viajes de numerosas comitivas a todo lujo con cualquier excusa y una larga lista de etcéteras. Cada vez más alejados de la realidad del ciudadano de a pie, funcionarios carentes de empatía y sensibilidad pisotean el valor de la palabra austeridad a la hora de pretender seguir dilapidando, como si fueran propios, los dineros de todos.
Se desoye con demasiada frecuencia el clamor popular, embarcados como están en negociaciones y componendas que, en demasiados casos, solo expresan su resistencia a cualquier reforma, considerándose sujetos de privilegios y tratos preferenciales. Urge restablecer la clara línea que separa lo público de lo privado, transgredida por tantos que incurren en el indebido uso de prerrogativas, siempre renuentes a volver al llano, reacios a dejar las mieles de una función, con una increíble capacidad para reinventarse y conseguir nuevos cargos como Daniel Scioli, flamante secretario de Turismo, Ambiente y Deportes, con una larga ristra de “ex” en su curriculum: exembajador de la Argentina en Brasil, exdiputado nacional, exsecretario de Turismo, exvicepresidente de la Nación, exgobernador de la provincia de Buenos Aires, exministro de Producción. Aunque anuncie ahora que no cobrará; sospechoso altruismo.
La falta de control ciudadano previsto por las leyes, pero con demasiada frecuencia desactivado también por la política, deja el campo orégano para el enriquecimiento de funcionarios de toda monta que sueñan con llegar al poder para “salvarse”.
Los sanos límites entre poderes que fija la Constitución no pueden someterse a la conveniencia del gobernante de turno. El sistema judicial viene resistiendo los múltiples intentos por dejarlo al servicio de la absolución de los más corruptos funcionarios. En ese camino, ha perdido también la estela de ejemplaridad que alentará a otros a no seguir por la senda del delito. Desde un exvicepresidente condenado como Amado Boudou al que se le concede injustificadamente la prisión domiciliaria o una reducción de pena por algunos cursos cortos completados en la cárcel, a una expresidenta que aduce proscripción política antes que aceptar una fundada y probada condena.
“Cuando no hay transparencia, lo que tenemos es desprecio por lo público”, agregaba también Lacalle Pou. Debemos ser los ciudadanos quienes parapetados detrás de las normas y la Constitución exijamos el cumplimento honroso de los mandatos conferidos a los funcionarios y apoyemos activamente la impostergable reforma del Estado. Exijamos también a la Justicia que no desoiga el clamor de quienes deseamos que todos los delitos se paguen, los de guante blanco y los comunes, sin garantismos y con políticas consensuadas que devuelvan al ciudadano su derecho a la seguridad, a la salud, a la educación. No rehuyamos nuestro deber ciudadano. Recuperemos la res pública y exijamos de todos nuestros políticos la responsabilidad, seriedad y compromiso que la hora demanda.
En regímenes de gobierno republicanos será precisamente la “cosa pública” (res publica) la que se confía al funcionario para que pase a velar por ella y a administrarla como fiel custodio.Un planteo que en teoría parece tan simple y elemental colapsa cuando cuesta encontrar atisbos de ejemplaridad en la realidad. Tiempo atrás, el presidente uruguayo, Luis Lacalle Pou, había cuestionado duramente a los legisladores del vecino Congreso: “El Estado no es de los políticos, es de la gente. Nosotros somos sus servidores, sus empleados”, aseveró con vehemente convicción. Su inflamado discurso volvió sobre lo que, aun pareciendo una verdad de Perogrullo, tantos dirigentes políticos demuestran a diario haber convenientemente olvidado.Hartos de abusos, los ciudadanos no debemos renunciar a exigir a viva voz transparencia y responsabilidad por parte de funcionarios, evitando un peligroso laissez faire, laissez passer que siga alimentando la malversación de los bienes públicos, precisamente esos que, por ser de todos, lucen como de nadie. No debe fallarnos la memoria ante quienes una y otra vez disponen de lo público con más codicia que vergüenza, ya que los castigos ejemplificadores para los enriquecidos que abrevan desfachatadamente en lo público tardan en llegar. Afortunadamente, hay también quienes desempeñan sus tareas con probidad y hacen honor a sus cargos.El imparable crecimiento del número de servidores del Estado ha ido también en desmedro del bolsillo ciudadano. Por fuera de la seguridad, la salud y la educación, ámbitos naturales de sana actuación estatal, cuando el Estado avanza en terrenos que no deberían ser de su incumbencia solo distrae recursos de su función primordial y, en la mayoría de los casos, pone en evidencia su ineficiencia, tal como revelan muchos tristes ejemplos que la actual conducción propone revertir.Así las cosas, los resultados de las últimas elecciones hablan de que un 56% de los argentinos quiere un cambio. El Estado, botín de guerra de las sucesivas administraciones, debe retomar el esquema del meritorio ascenso en el escalafón de sus cuadros, desprovistos de partidismos y amiguismos que, lejos de promover la profesionalización del empleo público como convenientemente ocurre en otras latitudes, termina entronizando en cargos encumbrados a quienes carecen del más mínimo conocimiento para desempeñar una función técnico-profesional como la del saliente canciller, que tanto perjudicó la imagen de nuestro país.Cuando tanto se machaca sobre la urgencia y necesidad de profundizar el ajuste del gasto público, no podemos olvidar que este es primo cercano del gasto de la política. Cuando el número de agentes nacionales, provinciales y municipales, muchas veces allí puestos por funcionarios que adeudan favores o que suscriben cualquier forma de nepotismo, se incrementa en vertiginosa proyección, como ha venido ocurriendo entre nosotros a lo largo de las últimas décadas, la carga para el ciudadano que no se amamanta del Estado pasa a ser cada vez mayor. La riqueza que el Estado demanda para su supervivencia y que no es capaz de generar por su elefantiásica improductividad e ineficiencia, se traduce en insaciables políticas fiscales e índices de pobreza lacerantes cuando nada queda para repartir. Simple matemática.A la luz del flamante “no hay plata”, asistimos expectantes a los cambios anunciados. Muy cansados estamos ya de servidores públicos que pretenden justificar con muchas palabras y poca transparencia que nada es lo que parece, desplegando hábilmente explicaciones para todo, incluso apalancándose sin escrúpulos en la emisión para sumar votos. Compras sin licitación o con sobreprecios, pasando por la ausencia de rendiciones de cuentas, excusados en pandemias o en todo tipo de insostenibles argumentaciones, apropiándose de la utilización de aviones del Estado para fines privados, incluyendo permisivos canjes de viáticos por dinero en efectivo para los legisladores, o flotas de autos de alta gama con chofer para funcionarios que bien harían en constatar el servicio deficiente que presta el transporte público, sueldos y dietas de privilegio que se perpetúan en jugosas jubilaciones, viajes de numerosas comitivas a todo lujo con cualquier excusa y una larga lista de etcéteras. Cada vez más alejados de la realidad del ciudadano de a pie, funcionarios carentes de empatía y sensibilidad pisotean el valor de la palabra austeridad a la hora de pretender seguir dilapidando, como si fueran propios, los dineros de todos.Se desoye con demasiada frecuencia el clamor popular, embarcados como están en negociaciones y componendas que, en demasiados casos, solo expresan su resistencia a cualquier reforma, considerándose sujetos de privilegios y tratos preferenciales. Urge restablecer la clara línea que separa lo público de lo privado, transgredida por tantos que incurren en el indebido uso de prerrogativas, siempre renuentes a volver al llano, reacios a dejar las mieles de una función, con una increíble capacidad para reinventarse y conseguir nuevos cargos como Daniel Scioli, flamante secretario de Turismo, Ambiente y Deportes, con una larga ristra de “ex” en su curriculum: exembajador de la Argentina en Brasil, exdiputado nacional, exsecretario de Turismo, exvicepresidente de la Nación, exgobernador de la provincia de Buenos Aires, exministro de Producción. Aunque anuncie ahora que no cobrará; sospechoso altruismo.La falta de control ciudadano previsto por las leyes, pero con demasiada frecuencia desactivado también por la política, deja el campo orégano para el enriquecimiento de funcionarios de toda monta que sueñan con llegar al poder para “salvarse”.Los sanos límites entre poderes que fija la Constitución no pueden someterse a la conveniencia del gobernante de turno. El sistema judicial viene resistiendo los múltiples intentos por dejarlo al servicio de la absolución de los más corruptos funcionarios. En ese camino, ha perdido también la estela de ejemplaridad que alentará a otros a no seguir por la senda del delito. Desde un exvicepresidente condenado como Amado Boudou al que se le concede injustificadamente la prisión domiciliaria o una reducción de pena por algunos cursos cortos completados en la cárcel, a una expresidenta que aduce proscripción política antes que aceptar una fundada y probada condena.“Cuando no hay transparencia, lo que tenemos es desprecio por lo público”, agregaba también Lacalle Pou. Debemos ser los ciudadanos quienes parapetados detrás de las normas y la Constitución exijamos el cumplimento honroso de los mandatos conferidos a los funcionarios y apoyemos activamente la impostergable reforma del Estado. Exijamos también a la Justicia que no desoiga el clamor de quienes deseamos que todos los delitos se paguen, los de guante blanco y los comunes, sin garantismos y con políticas consensuadas que devuelvan al ciudadano su derecho a la seguridad, a la salud, a la educación. No rehuyamos nuestro deber ciudadano. Recuperemos la res pública y exijamos de todos nuestros políticos la responsabilidad, seriedad y compromiso que la hora demanda.LA NACION