Después del cáncer. Teresa Anchorena: “Tuve miedo de morirme, no veía la luz al final del túnel”
Nunca tuvo aires de ser “la tataranieta de” aunque lleva un apellido ilustre. Teresa Anchorena tampoco vivió en la calle que recuerda a Tomás Manuel de Anchorena, político y abogado argentino conocido por haber firmado, junto a otros 32 diputados, el acta de la Declaración de la Independencia argentina. En cambio, habita la calle Acevedo, en el corazón de Villa Crespo. Y aunque ambas calles empiezan con A, muchos la confunden o, en realidad, presuponen que una exfuncionaria pública vinculada al patrimonio, la historia, la cultura y el arte, elegiría Barrio Norte para instalarse. “Prejuicios a los que ya me acostumbré. Les digo cerca de la avenida Ángel Gallardo y me miran como diciendo ‘dónde quedará’”, se ríe Teresa, en el living de su casa, que hasta la semana pasada estuvo tomado por hijas y nietas. Se trata de una casa chorizo que conserva el patio con parra, pisos de pinotea, doble altura y vidrio repartido en puertas y ventanas. Un refugio donde Teresa atravesó un cáncer de ovarios, del que ya se recuperó. Allí, construyó su propio universo: dispuso un taller de restauración de muebles y una galería privada que atesora no solo obras de artistas argentinos, sino figuras de arte popular, vasijas de barro, artesanías textiles y flores frescas en floreros enormes.
Teresa vivió en París durante 10 años, exiliada. A su regreso fue asesora de Alfonsín, dirigió el Centro Cultural Recoleta, estuvo al frente de la Comisión Nacional de Monumentos Históricos. Viajó por todo el país para poner en valor pueblos escondidos, desembarcó en el Teatro Colón y fue directora del Fondo Nacional de las Artes.
–¿Qué fue lo que más te ayudó a llevar adelante el tratamiento por el cáncer de ovarios?
–La presencia de mis hijos, que viven en afuera y vinieron todos. Los cuidados de Martha y Ana, las señoras que trabajan conmigo. Y muy importante: los doctores Recondo, Nolting y Bianchi, que me salvaron la vida. Pero por encima de todo me encomendé a todas las religiones. Volví al catolicismo, coloqué una mezuzá de la religión judía en la puerta y entrevisté a rabinos milagrosos que me recomendó Sergio Bergman. Me hice devota de la Virgen Desatanudos, fui a misa los domingos y me acerqué mucho al budismo.
–¿Con el budismo tuviste un vínculo más especial?
–Sí, porque mi novio, Gerardo Abboud, es budista y dirige el centro Khamgar Dongyuling de Buenos Aires. Cuando estuve enferma le pedí una puya, una oración muy poderosa que hacen los monjes budistas, que te permite entrar en sintonía con la armonía universal. Eso me hizo y me sigue haciendo muy bien. Hago promesas ante cualquier problema que se presente. Desarrollé una fe muy simple, no formulo grandes preguntas sobre el más allá.
–¿Sentiste miedo?
–Mucho miedo de morirme. No veía la luz al final del túnel. En ese momento era presidenta de la Comisión de Monumentos Históricos y tenía que resolver cuestiones. Nunca delegué la firma de expedientes, estar activa me entretuvo. El trabajo me salvó. Por eso reivindico la necesidad de distraerse, que es lo contrario de traerse a uno mismo. Si tenía que salir, me ponía la peluca. Usaba pañuelo también. Estaba más flaca y seguía adelante. Pensaba en otra cosa, no tanto en el problema.
–¿Cómo sos como abuela?
–Soy muy buena abuela con los nietos mayores, que vivieron de chicos acá. Con los que viven afuera nos cuesta un poco romper el hielo. Mis hijos están encantadísimos de verme, pero los chicos casi no me conocen. Mi desafío es hacerme querer, por eso les pido que me los dejen solos. Durante la última visita fuimos a la plaza, jugamos, cocinamos. Mis hijos, Mateo y Luna [Paiva] y Clara [Cullen], están repartidos entre Nueva York, Los Ángeles y Barcelona, cada vez que los veo los disfruto muchísimo.
–¿Y cómo conociste a Rolando Paiva, tu segundo marido?
–Fue en un desfile de modas. La dueña de la boutique me había pedido que desfilara. Unos días antes había conocido a Rogelio Polesello [pintor y escultor]. Nunca fui muy fisonomista, entonces cada vez que pasaba cerca suyo lo saludaba con un gesto que creía sutil, con la cabeza, pero no era Rogelio, era Rolando Paiva, fotógrafo, que pidió hacer tomas con la modelo de pelo largo, que era yo [risas]. Al año de ese desfile me separé de mi primer marido, Jorge Santamarina, con el que llevábamos apenas dos años de matrimonio y de quien tengo el mejor recuerdo. Y a los 23 empecé a salir con Rolando, hijo de padre paraguayo y madre polaca, nacido en Francia y naturalizado argentino. La Gestapo mató a su padre, Rolando se crio en Polonia y a los 13 años llegó a la Argentina, porque su tío había puesto en Buenos Aires una fábrica de papeles pintados.
–En 1973 se fueron a París, ¿Qué recuerdos tenés del exilio?
–Rolando era muy intuitivo, se vio venir la dictadura en el 72 porque era hijo de la guerra. Nos instalamos en París, vivimos entre amigos artistas argentinos. Él trabajaba de fotógrafo y yo vendía quillangos (mantas de piel) en peleterías, y puerta a puerta. Esa fue una de mis mejores escuelas. Aprendí a vender, que no es fácil. La clave es no sentirse rechazado y seguir adelante. Para la función pública me vino muy bien esa experiencia.
–También fuiste marchand, comprabas obras de arte. ¿Cómo surgió tu pasión por la pintura?
–En un colectivo. Volvía del colegio y antes de bajarme en Las Heras y Scalabrini Ortiz me atrajeron unas láminas de arte que estaba hojeando una pasajera. Tenía imágenes bellísimas. Fui directo al kiosco de diarios a buscar ese material. Desde entonces todas las semanas me compré los fascículos de La Pinacoteca de los Genios (Editorial Codex). Subrayaba y estudiaba los textos.
–¿Cuál fue la primera obra de arte que compraste?
–Un cuadro de Jorge de la Vega. Todavía iba al colegio, entré a una muestra y lo compré en cuotas. Pero llegué a casa, toda contenta, y me retaron. Que es horrible, que es una degeneración… En fin. No me importó.
–¿Te sentís parte de la elite? ¿Te pesa el apellido?
– Los Anchorena no somos de mirar para atrás. Si fuimos ricos, no formaba parte de la conversación en mi familia. De mi tatarabuelo me enteré en la escuela, no me inculcaron de chica el culto por los antepasados. Ahora mi nieta, de 16 años quiere ser abogada y no sabía que hay un legado de seis generaciones de abogados en la familia. No tuve el peso del apellido, pero entre la alcurnia y los sectores tradicionales el pasado pesa. Hay un estilo, un nosotros. En mi caso, me cuesta sacarme la papa de la boca. Cuando fui legisladora me la pasaba preguntando: “¿Se me nota la papa?”
–¿Cómo ves la situación actual de la cultura en Argentina?
–Espero que entre tanta incertidumbre y desafíos salgamos a flote. Tenemos un país con una diversidad y naturaleza extraordinarias. E instituciones que nos diferencian. El patrimonio que tenemos es muy valioso, corresponde al sueño del destino de un país y aún no lo llegamos a alcanzar. Es clave conservarlo, conocerlo, cuidarlo y quererlo, ya que es el reflejo de lo que somos.
–¿Cómo evaluás el estado de conservación patrimonial de la ciudad?
–En Buenos Aires hay arquitectura de Francia, Inglaterra, España, Italia, Medio Oriente. Una vocación de diversidad arquitectónica extraordinaria. Que nos diferencia y no tenemos porqué perderla. Empecemos por cuidar a los edificios, que si se tiran abajo no hay retorno.
–¿Cuáles son tus preferidos?
–El Teatro Colón, por ejemplo, es una muestra de patrimonio tangible e intangible. El Parque Tres de Febrero, otro orgullo porteño. Además, los monumentos en espacios públicos, que son de una gran generosidad para compartir arte en forma gratuita. La plaza Carlos Pellegrini es una joya, el eje de la Avenida de Mayo también. Y entre los conjuntos más modernos, el (ex) Banco de Londres, el Palacio de las Aguas Corrientes. Y la Casa Rosada, que no sé si es linda o fea, pero es nuestra.
–¿En qué proyecto estás trabajando ahora?
–En un encuentro muy importante entre el Príncipe Sultán Bin Salman y el Comité de Patrimonio y Cultura de Al Diriyah del que formo parte. La idea es organizar un coloquio internacional en Buenos Aires sobre el patrimonio de adobe de Arabia Saudita y la arquitectura contemporánea. Viajo a fines de febrero para coordinarlo.
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