Comedores: el déficit de alimentos debilita la última resistencia de los barrios populares frente a la violencia
“Valeria…”, llama débilmente una voz desde uno de los pasillos de La Cava, en San Isidro. Sentada frente a una tabla sostenida por caballetes, donde acostumbraba a recibir chicos del barrio todos los días de la semana, Valeria Sánchez, de sutil audición, se levanta con lentitud, cruza un muy corto patio que separa a la casilla del laberinto que se abre a su puerta, y sale al encuentro del llamado.
“¿Hacen comida hoy?”, le pregunta del otro lado de la puerta de chapa una vecina. ”¿Y mañana?”, repregunta, esta madre y abuela de La Cava ante la negativa. “Tampoco”, responde Sánchez y vuelve a ingresar al comedor.
Hace 15 años que junto a Teresa y Andrea, militantes todas de la agrupación Libres del Sur, Sánchez sostiene uno de los pocos espacios que persiste en la lucha por brindar una asistencia en el barrio y que, cuando lo permite alguna vaquita o donación, todavía ofrece algún tipo de sostén alimentario en la semana.
Hasta hace pocos meses solían preparar una merienda y dos comidas diarias con un menú a base de harinas, pero planificado. Hoy, sin embargo, ellas están muy cortas de mercadería y el comedor, muy sobrecargado de demanda. Abren apenas dos veces a la semana, en el mejor de los casos.
“Es el peor momento -describe Sánchez-. Antes de que pase esto funcionábamos de lunes a viernes”. La referencia -vacía-, alude a algo concreto: con “esto”, Sánchez se refiere a la interrupción del flujo de mercadería que desde la Nación baja hacia los comedores comunitarios; los nodos de una muy amplia red de contención que trasvasa lo alimentario.
Junto con las comidas –el principal incentivo para acudir al comedor–, Sánchez, Andrea y Teresa intercalaban un “taller” de apoyo escolar para los chicos que optaban por permanecer allí. Funcionaba también los días sábados. Frente a situaciones puntuales, como la última inundación que afectó al barrio en su conjunto, ofrecieron también un resguardo momentáneo.
Aparte de la inflación, que azota a los comedores sin distinción, en La Cava, según refieren, hay problemáticas de más hondo calado. “Este es un comedor-contención”, describe Sánchez, agrupando las palabras, ya sentada nuevamente en la mesa. “Acá afuera se ve mucha droga y violencia“, agrega.
Los suministros que faltan son la hebra principal de un tejido que desde diciembre comenzó a deshilacharse a un ritmo vertiginoso. “El morfi es lo único que organiza transversalmente a los barrios”, señala un dirigente social de una de las organizaciones que integra la Unión de los Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), un muy amplio frente que reúne a distintos movimientos sociales, la inmensa mayoría identificados con el kirchnerismo.
Uno de sus comedores, el más grande y mejor provisto, ubicado en el corazón del barrio de Constitución, debió cerrar sus puertas los días miércoles. Allí, entre otras facilidades, se otorga acceso a duchas, se agilizan los trámites de documentos, y se brinda apoyo escolar.
“Cuando no hay organización en el barrio, avanza el crimen. La olla es el último dique de contención”, apunta el mismo dirigente, que prefiere mantener el off the record, pensando ya en los barrios más bajos. “Que usen el sistema que quieran”, remarca, en alusión al cambio de esquema en la asistencia de los comedores cuya implementación –todavía en curso– cortó en seco la entrega de alimentos.
Medidas
Desde la asunción de Javier Milei al Poder Ejecutivo, a través del Ministerio de Capital Humano que encabeza Sandra Pettovello, el Gobierno dispuso dos aumentos en la Tarjeta Alimentar, un subsidio de transferencia directa a los beneficiarios que habilita la compra solo de alimentos en los comercios.
El primero, en diciembre, fue del 50% y el segundo, a fines de enero, del 100%. “La tarjeta Alimentar es para nosotros la política más eficiente a la hora de asegurarnos que no haya un argentino que pase hambre: llega de forma directa al bolsillo de 3,8 millones de personas sin ningún intermediario”, señalaron este viernes desde la megacartera de Pettovello en un comunicado. Fue en medio de una escalada de conflictividad con las organizaciones sociales que, agrupadas en un frente común por primera vez desde el inicio de la gestión libertaria, protestaban en distintos puntos del país, en reclamo por alimentos para sus comedores.
“Han aumentado mucho la Tarjeta [alimentar], de manera que los que tienen subsidios sociales tienen la soberanía alimentaria garantizada”, señala Jorge Ossona, historiador de la Universidad de Belgrano y del conurbano: esta semana puso la lupa sobre el fenómeno y recorrió distintos comedores en el municipio de Lanús.
“Pero el asunto –matiza– es que el problema alimentario no empieza ni termina ahí, porque el porcentaje de la población que tiene ese tipo de cobertura es menor. Un 40% –arriesga–. El resto no tiene ninguno de estos beneficios. Hacen trabajo por cuenta propia y tienen que terminar recurriendo al comedor”
“Y ahí el problema es la inflación y todos los malabarismos que tienen que hacer en estos lugares, que en parte responden a las organizaciones sociales, pero que, a nivel celular, cuentan con un nivel de autonomía relevante y funcionan de acuerdo a la virtud del referente barrial”, describe.
La espontaneidad con la que estos espacios surgen o desaparecen –en su mayoría impulsados por alguna iniciativa vecinal que luego se asienta con la estructura de alguna organización que facilita el registro y los insumos– hace que la tarea por su identificación no concluya: no existe un registro exhaustivo de los comedores comunitarios.
Algunas organizaciones sociales, a cargo de buena parte de ellos, señalan la existencia de cerca de 45.000 en todo el país. Otras identifican más de 30.000. Dirigentes de muchas de ellas, sin embargo, coinciden en que buena parte ya cerraron sus puertas o redujeron sustancialmente su frecuencia de apertura.
Con el auxilio de Andrea y Teresa, Sánchez enumera al menos otros cinco espacios por la zona de La Cava que solían entregar alimentos, pero que dejaron de hacerlo en el último tiempo. Entre ellos, una Iglesia y un centro cultural.
Esta semana, gracias a la donación de una panadería –algo que ocurre cada vez con menor frecuencia– pudieron ofrecer una merienda el día martes. Lo poco que tenían, insuficiente para “armar la olla” con la que apuntalan la comida de 30 familias, lo repartieron entre algunos pocos vecinos y en la heladera solo quedan tres zapallos plantados en el pequeño patio del frente. “A veces querés abrir, pero ¿para qué vas a abrir?”, se pregunta Sánchez, quien asegura que en su propia casa pasó a cocinar solo una vez al día.
Una cocina, la mesa desde la que habla Sánchez, algunas pocas sillas, la heladera con zapallos, y el balde en el baño, componen casi todo el mobiliario de una casa sin divisiones que hace dos años cambió el techo de chapa y madera por uno de ladrillo. En este momento carece de agua corriente por una obra en un tendido cloacal con fecha incierta de finalización. “Falta mucho”, dice Sánchez, pensando en las potenciales mejoras. “Lo más importante es la mercadería”, agrega.
Revés y sombra
“Hoy coronamos bien”, afirma Teresa que, de tanto en tanto, escucha en los pasillos de La Cava en boca de chicos que no pasan los 16 años cuando el botín fue cuantioso. “Algunos venían al comedor y los conocés desde que estaban en la panza de la mamá. Tienen la misma edad que mis hijos”, repara Teresa. “Uno les habla. Ellos nos escuchan. Pero después se van a la esquina y se olvidan. Porque en la esquina te olvidás todo”, grafica Sánchez.
Con respecto a la inserción del narco en los barrios, una de las problemáticas señaladas por diversos referentes sociales, Ossona mantiene un moderado optimismo. “El narco, los del último eslabón, ayudan [en los barrios], pero es algo puntual, a alguna familia. La sustitución de toda esta red alimentaria por los narcos, eso acá todavía no existe, más allá de que cumplan algún rol, como prestamistas, por ejemplo, pero la figura del narco benefactor del pueblo, en líneas generales, todavía no existe acá”, insiste.
“Lo que sí es cierto es que se está expandiendo abominablemente”, agrega Ossona. “Te pones a vender y te dan un fierro y una bolsa de droga ¿Cómo entra eso acá?”, se pregunta Sánchez.
“Este es un país que está detenido. No crece hace más de diez años. La pobreza aumenta, y aumentan estas situaciones de necesidad –explica Ossona–. Y es un excelente negocio para la gente que vive de la penuria, porque la necesidad tiene cara de hereje”.
Asfixiados por la falta de mercadería, estos centros de asistencia comienzan a apagar sus luces y dejan libre un rol clave en los asentamientos; no existe un registro exhaustivo de los comedores comunitariosLA NACION