El año de la fiesta interminable: un retrato del facilismo argentino
¿Los virus del facilismo y la demagogia han colonizado la Argentina? ¿Se han extraviado en el país las nociones del esfuerzo y la exigencia? ¿Desapareció en nuestro sistema educativo la cultura del mérito y el sacrificio que también tiende a diluirse en otros ámbitos de la sociedad? Para responder estas preguntas hay que mirar con atención lo que pasa en el último año de la escuela secundaria. A diferencia de lo que ocurre en casi todos los países del mundo, donde esa es una instancia crítica, con exámenes muy difíciles que determinan las oportunidades en el mundo universitario, acá se ha consolidado como una especie de gran año festivo, en el que todo se relaja y cede a la lógica del divertimento. La energía y la cabeza de los futuros egresados no están puestas en el estudio y el rendimiento académico, sino en un ritual de fin de ciclo que se hace cada vez más largo y estridente.
Todo empieza bien temprano, con el festejo del UPD. Se trata del último primer día, un invento de los últimos tiempos que se ha convertido en la campana de largada de un gran año de celebraciones. No es la única sigla incorporada al folclore escolar: también está la PP (presentación de la promo), otro hito del calendario festivo. Tal vez resulte pintoresco, pero marca de algún modo el espíritu que se ha impuesto en el final del secundario. Los colegios se convierten en una especie de prolongación del boliche, porque los egresados suelen coronar la fiesta en el aula y en el patio al cabo de noches largas. La escuela se conforma con evitar excesos y desbordes.
Después viene el viaje de egresados, que es más que un viaje: incluye un sofisticado menú de producciones, disfraces y “noches temáticas” que estresan a las familias con largos preparativos. Ya desde hace años no se hace en las vacaciones sino en el medio del año, generalmente en agosto. Es una semana completa, pero la previa y la posterior prácticamente no existen: “Los chicos tienen la cabeza en Bariloche”, se resignan los docentes y los padres. Entre los aprestos y la resaca, se pierde casi un mes entero del calendario escolar.
En la provincia de Buenos Aires hubo casos de promociones que el año pasado hicieron dos viajes de fin de curso: el que pagaron sus familias y el que les regaló Kicillof.
A la vuelta empieza un largo cronograma de fiestas de egresados: los de quinto despiden a los de sexto; cada curso organiza su propia “gala” y se ha impuesto, al menos en varias ciudades, la moda de ir no solo a la propia fiesta, sino también a las de otros cursos o colegios. Todo es en días de semana; arranca en septiembre y termina en noviembre. “Muchas veces los chicos pasan de largo y vienen al colegio sin dormir, directamente desde las fiestas”, cuenta con naturalidad un profesor. La organización comienza hasta dos años antes con el alquiler del salón y los bailes de recaudación.
Todo esto ocurre en un sistema educativo en el que no se toman exámenes de egreso del nivel medio ni de ingreso a la universidad. Es un modelo que no existe en casi ningún país. Y que se complementa con otras innovaciones de los últimos años: está prohibido repetir y ya no se llevan materias a diciembre o a marzo, sino que se “refuerzan” solo aquellos temas o contenidos que no se hayan aprobado. En los primeros días de noviembre, el año ya está “liquidado”: solo van, en días salteados, los que tienen algo que “recuperar”. Hablamos, claro, de los que llegan al final del secundario en una Argentina en la que cuatro de cada diez jóvenes no completan el colegio.
¿Qué ocurre en el resto del mundo? En Francia, por ejemplo, en el último año los alumnos deben pasar por lo que se llama “el Bac” (por bachillerato). Es un examen final de todas las materias, escrito y oral, tan difícil y complicado que sus resultados son publicados en todos los diarios. Lo cuenta Luisa Corradini, corresponsal en París: “Una de las pruebas más complejas es la de Filosofía, que consiste en encontrar respuestas que no están en los libros, sino que deben ser elaboradas en función de los contenidos que vieron en todo el secundario. Son preguntas como estas: ¿cambiar es convertirse en alguien más?; ¿la idea de inconsciente excluye la de libertad?; ¿se puede hablar para no decir nada?; ¿el arte nos aleja de la realidad?”. Se los desafía a pensar. Las de matemática, historia y geografía son igualmente difíciles.
El Bac es obligatorio para ingresar a la universidad, y de los resultados que se obtienen depende la carrera y la facultad a la que podrán acceder. Los estudiantes empiezan a prepararse con mucha anticipación.
En Italia es bastante similar. Al final del secundario se toma el llamado esame di maturitá (examen de madurez). Lo explica Elisabetta Piqué, corresponsal en Roma: “Incluye tres pruebas. La primera es escrita, común para todos los colegios, y consiste en escribir un ensayo sobre un tema determinado; la segunda varía según la orientación del bachillerato: si es científico, un examen de matemática; si es clásico, hay que traducir un texto en griego o en latín y comentarlo. La tercera prueba es oral, frente a tres profesores internos y cuatro externos que preguntan sobre las diferentes materias. Para poder rendir el examen de maturitá hay que obtener notas suficientes durante el ciclo escolar; si no, se repite el año. Si no se alcanza un mínimo de 60/100 en la maturitá no se puede acceder a la facultad”. El sistema rige desde la época de Mussolini.
En Estados Unidos, la preparación para la universidad es el “gran tema” de los jóvenes y sus familias durante buena parte del secundario. “Requiere planificación, preparación y un gran esfuerzo”. Lo cuenta Nora Nicolini, una argentina que es profesora de Arte en una prestigiosa escuela de Nueva York. “Los estudiantes comienzan a construir un perfil académico y extracurricular desde el primer año de la secundaria. Buscan que sea lo más atractivo y robusto posible para tener mejores oportunidades. El rendimiento académico es fundamental, por eso los alumnos hacen un gran esfuerzo por obtener promedios altos. Se preparan durante años para rendir las pruebas estandarizadas de ingreso a la universidad. Pero además participan en actividades extracurriculares que les permitan desarrollar sus pasiones, habilidades de liderazgo y compromiso con la comunidad. Pueden combinar deportes, actividades artísticas, pasantías y trabajo voluntario. Los comités de admisión universitaria leen con especial atención todos esos antecedentes”.
No hace falta, sin embargo, viajar demasiado lejos. En Brasil, los estudiantes secundarios deben aprobar el ENEM (Examen Nacional de Enseñanza Media). Lo explica el periodista Marcelo De Sousa desde Brasilia: “Es una prueba estandarizada que evalúa conocimientos de lengua, matemática, ciencias naturales, ciencias humanas y técnicas de redacción. Los estudiantes lo preparan durante meses porque el puntaje determina sus posibilidades de ingreso a la universidad. Pero además se toma como criterio para acceder a los programas de becas estatales. La preparación del ENEM suele ser un momento de mucha ansiedad para las familias, sobre todo las de clase media baja, donde el ingreso a una buena universidad puede ser determinante para el futuro de sus hijos”.
En Chile no saben qué es el UPD ni la PP. Los estudiantes están familiarizados con otras siglas: las NEM (Notas de Enseñanza Media) y la PAES (Prueba de Acceso a la Educación Superior), de las que depende el ingreso al nivel universitario.
No se trata de hacer un inventario de modelos educativos o de formatos metodológicos en la evaluación escolar. Lo que revelan estas referencias es que la Argentina ha abandonado el camino que siguen casi todos los países del mundo en una cuestión esencial: la formación de sus nuevas generaciones.
En una instancia crucial, el mensaje que se transmite a los jóvenes es: “Sigan de fiesta; el esfuerzo y la preparación no importan”. Por supuesto que hay muchísimos estudiantes argentinos que entrenan su músculo académico y toman sus estudios con seriedad y rigor; incluso con pasión. Pero el tema no es la escala individual sino el contexto general. ¿Qué estimula el sistema? ¿Cuál es la cultura imperante?
La universidad argentina les dice a los jóvenes: “Para ingresar, solo hay que llenar un papel”. No importan las calificaciones del secundario, no hay que aprobar ningún examen ni demostrar ningún mérito. Ni siquiera hace falta tener toda la escuela aprobada.
En un alarde de demagogia aún peor que el de aquella ovación al default de Rodríguez Saá, el Congreso Nacional aprobó en 2015 una ley que prohíbe a las universidades tomar exámenes de ingreso o establecer cursos de admisión. Este año, al poner en debate la cuestión universitaria, el tema medular del ingreso se eludió olímpicamente.
A las facultades llegan generaciones que no han sido formadas en la exigencia, la disciplina y el esfuerzo. Tal vez eso explique los altos índices de deserción y de fracaso en los primeros años, aunque la propia universidad, para disimularlos, también baja la vara. El facilismo se expande en una espiral contagiosa. Aun así, la tasa de egreso universitario de la Argentina es una de las más bajas de toda América Latina.
En cualquiera de los países mencionados, la exigencia no es de derecha ni de izquierda. Gobiernos de todos los signos ideológicos han sostenido las evaluaciones para el egreso del secundario y el ingreso a la universidad. A Lula jamás se le ocurrió eliminar el Examen Nacional de Enseñanza Media, que se estableció durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso. A Boric tampoco se le cruzó la idea de suprimir la PAES, que reemplazó en el gobierno de Piñera un sistema que era bastante similar.
El facilismo argentino expone además otra cuestión de fondo: la licuación de la autoridad docente y del liderazgo adulto en general. El UPD es una “conquista” de los alumnos frente a la impotencia, la resignación o quizá hasta alguna complicidad de padres y profesores. No es culpa de los jóvenes, que siempre buscarán correr el límite, sino de la deserción de los que deberían marcarlo. Tal vez esperen que alguien lo haga, aunque eso implique el costo de ser antipático y de navegar contra la corriente. Quizá haya una generación que aguarda secretamente que alguien apague la música y encienda las luces. Tienen derecho, después de todo, a que el sistema educativo les exija lo mejor de ellos mismos. Y a que la escuela, como a los alumnos franceses, los desafíe a pensar: ¿se puede forjar un destino sin exigencia y sin esfuerzo?
¿Se extraviaron en el país las nociones del esfuerzo y la exigencia? ¿Desapareció en nuestro sistema educativo la cultura del mérito y el sacrificio, que también se diluye en otros ámbitos sociales?LA NACION